Si leemos con atención los evangelios,
podemos darnos cuenta, muy claramente, que en Jesús, Dios no se define por su
poder, o por su fuerza, como pensaban los israelitas y como esperaban que fuera
su Enviado. En Jesús, Dios se nos ha revelado como un Dios esencialmente
humilde. La humildad es uno de sus muchos atributos.
Esta humildad de Dios se nos hace
presente de una manera radical, en el Misterio de la Encarnación: Dios toma
nuestra carne y nuestra sangre, y se hace hombre como nosotros, en el vientre
de una mujer virgen, en un pueblito apartado de la región de Galilea, al norte
de Israel, que ni siquiera figuraba en los mapas de entonces, y que tiene que
cargar con la mala fama de ser un lugar donde viven personas incultas y poco
fieles a la Ley de Moisés. Jesús es Dios que se viene a vivir a nuestro mundo,
se integra en nuestra historia humana, y comparte plenamente lo que somos y lo
que tenemos, incluyendo las limitaciones propias de nuestra condición humana.
Así lo
proclamaban los primeros cristianos, en uno de sus himnos, que recoge san Pablo
en su Carta a los creyentes de la ciudad de Filipos, y que ha sido de gran
significación para la Iglesia en
Filipenses 2: 5 al 8. Haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma
de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que
se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Pastor Gregorio García
